Un día,  comentando la obra de Cernuda y pasando revista a algunos lances de su existencia, recuerdo que Dolors, entre otros muchos y enjundiosos casos, destacó aquel momento en que el poeta, abrumado por la soledad y los desengaños, fue borrando de su agenda los nombres de bastantes amigos falsos, de esos que se acercaban para obtener ventajas y se iban, sin más, apenas conseguida la merced. Cuántas cosas se dejan tiradas por el mundo, cuantas cosas borramos, poco a poco, del dietario de nuestra vida, cuántas pérdidas son necesarias para llegar, finalmente, a borrar nuestra propia respiración.     
Con estas reflexiones, ya al margen de la anécdota cernudiana, da comienzo Sobre la oscuridad. El poema, titulado The End (Fin) –guiño sin duda al cine, como metáfora existencial-, nos introduce en la oscuridad del misterio, que no es la certeza de ningún más allá, sino –en palabras de la autora- la duda,  lo mismo que el mirar y no ver, lo mismo que el no saber dónde se halla cada cosa en la existencia. Pero también se trata de convertirla en luz, de hacer que los opuestos bailen juntos.       
Y el misterio comienza allí donde el poeta borró el último nombre para darse de bruces, juanramonianamente, con la palabra exacta que designa no las cosas, sino las incógnitas, las preguntas que el hombre se formula desde la aurora del mundo, buscando la razón de lo que, en apariencia al menos, no la tiene, para encontrar a modo de respuesta solamente el silencio y una sombra, que adquiere la figura de nuestras pesadillas, camina a nuestro lado y se va materializando hasta convertirse en la única realidad.     
Sin embargo, esta metamorfosis del fenómeno que hemos llamado sombra es, como en el pensamiento kantiano, una forma a-priori, pues implica un espacio y un tiempo para desarrollarse y, quien conoce la obra de Dolors Alberola, sabe de su obsesión por anular esas coordenadas, intentando esbozar una historia esencial o total, que, en un golpe de vista, abarque el devenir y lo congele como si sólo fuera un instante minúsculo en el reloj de la eternidad. Cuando hablamos de eternidad no estamos refiriéndonos a dogmas religiosos ni a intrincados conceptos metafísicos –que la ciencia, por lo demás, ha clarificado-, sino a una expectativa de esperanza, que es a la vez principio de agonía o acaso –por qué no- de desesperación.        
A este abismo se arroja la poeta, porque, como dice sabiamente Juana Castro en su certero prólogo, para escribir versos verdaderos hay que cortar la sangre, quemarse vivo y amasar la noche y entablar diálogos con otros que emergen de otra oscuridad, como Franz Kafca o Clarice Lispector o ese alguien que dice “Nací viejo” –ella sabrá quién es- “mientras hacía, loco, un amor como antiguo”. De ese amor antiguo y de esa oscuridad se nutre la poesía de Dolors Alberola. No es de extrañar, por tanto, sea un cuaderno de sombras el que acoge su escritura y que ésta, a su vez, se plague de preguntas, bien formuladas gramaticalmente, bien a modo de indagación, mientras el mapa mundi se ilumina y la luz planta dudas sobre su superficie: la realidad de un mundo que declina, como también declinan las civilizaciones y declina la vida, todo a la vez, como a un conjuro extraño, que convoca a los seres hacia esa perfección irremediable, que puede ser el bien o la belleza –como dijo Platón- o puede ser la muerte.      
Es igual, pues también en lo oscuro alienta la hermosura, cualidad inmanente de las cosas y proyección del ser, del ser humano –digámoslo claramente-, capaz de eternizarse en la  memoria por medio del arte; y si Rubén Darío puso en labios de éste la célebre frase de Cristo Ego sum lux et veritas et vía, Dolors Alberola le atribuye –como Bécquer al genio- el milagro de la resurrección: Levántate y anda, exclama, pero la voz no es suya, pues proviene de ignotas dimensiones, de un diccionario lleno de voces iniciándose –afirma-, que igual que una matriuska se va multiplicando, de un modo parecido a la expansión dialéctica del espíritu absoluto en la filosofía de Hegel.      
Pero cuál sea el origen del lenguaje carece de importancia. Es sólo una pregunta, que plantea a su vez el gran misterio: Siempre palabras –escribe la autora-,/ pero nunca la justa,/ nunca la necesaria, la precisa,/ la que buscamos. (…) ¿dónde está la palabra que aniquila la muerte? Importa su existencia, su condición de vaso comunicante, que nos pone en contacto con todo lo que fue, lo que es, lo que no ha sido aún. Si algo supera al tiempo es la palabra, a bordo de la cual aterrizan en el poema presencias luminosas e inquietantes: antes nos referimos a Franz Kafka y Clarice Lispector, que señalan su paso por el libro por medio de pequeños intertextos y nos dejan así su fe de vida. Mis personajes –declaró la poeta en una reciente entrevista- salen cuando lo desean. Ellos vienen a mí, como viene la poesía y como se acerca la palabra. Él [Kafka] sabrá por qué siempre amó la oscuridad y ahora vuelve a sentirse vivo en ella.       
La palabra, ésa es la cuestión y también la obsesión. Pero no una palabra cualquiera, no una palabra que reitera lo ya inventado, sino aquella que, en el discurso escrito, descorre las cortinas y hace aparecer en el escenario la segunda realidad de las cosas, como escuché decir a Antonio Colinas, esa segunda realidad de las cosas que sólo la poesía es capaz de aprehender.    
La palabra, en el viaje iniciático que Dolors Alberola emprende en cada libro, es también la segunda realidad del poeta, una especie de sombra o imagen en negativo, que la acompaña desde pequeña, como contrario fundamental de la muerte. Se pone, pues, en marcha de este modo una tensa e intensa relación entre ambas realidades: No sé cuál de las dos quiere ganarme el pulso, se nos dice en un verso. En efecto, la dialéctica hegeliana, que ya iluminó a los románticos, adquiere en los poemas de Alberola una dimensión épica, impulsando un proceso cognitivo que aterriza en el hombre y en la mujer, en la historia y en el momento mismo en que el poeta emprende, como dijo Antonio Machado, un diálogo con su tiempo.      
Al hablar del lenguaje es preciso incluir el no verbal, cuya elocuencia muda hallamos en las piedras, desde las ruinas más primitivas hasta las grandes catedrales o los modernos rascacielos; la piedra –dice Dolors Alberola- es más longeva que el hombre y siempre nos rodea, nos acompaña, es parte de esta química del carbono en la que nos movemos. No podemos dejar de lado lo que es nuestro. Igual que no podríamos borrar ese deseo de perduración que llevamos inscrito en nuestros genes y que no creo que sea fortuito, aunque cada vez más el desarrollo de la historia se empeñe en restarle credibilidad. La luz está ahí, la energía está ahí y no desaparece, también en la piedra está inscrito el hombre, en esa redondez de lo planetario. Las ruinas, es cierto, y, en general, el arte nos ponen en contacto con el ayer, es decir, lo actualizan, convirtiéndolo en hoy y proyectándolo hacia el mañana. También ellas certifican la unidad del espacio y el tiempo.     
Pero indicamos antes que los poemas de Sobre la oscuridad son la expresión de un diálogo entre la autora y su tiempo. Es natural. Decía Roland Barthes que el texto, todo texto está abierto hacia el infinito; el texto –afirma- es como una galaxia de significantes que desbordan sus estructuras. Si esto es así, resulta que hablar hoy en una esquina cualquiera del mundo implica hacerlo simultáneamente en otro tiempo y lugar, lo cual es posible gracias a la pluralidad del lenguaje, que viene dada por su riqueza connotativa: Coger una palabra hasta deshilachar eso que nunca dice, hacerla chorrear entre las manos, leemos en un poema, sintomáticamente titulado Sobre la imposibilidad del verso. Yo creo que el lenguaje de Alberola podría situarse en esta línea. Su mensaje poético habla al hombre con-temporáneo de todas las épocas y es un discurso el suyo que, por su condición interrogativa, pues toda duda encierra una pregunta, está abierto a distintas interpretaciones y a respuestas dispares. Sobre la oscuridad es un discurso lírico, monólogo interior en ocasiones y a veces diálogo cósmico, a través del cual explora la poeta esa zona oscura de la dialéctica que constituye la contradicción, el ámbito de la antítesis, buscando en él su cupo de belleza y un rumbo hacia la luz.       
Hacia ella, desde luego, se endereza el tejido poético del libro. La experiencia vital, despojada de patetismo, se nos muestra desnuda, casi esencial, purísima, dejando traslucir en todo caso un nimbo imperceptible de tristeza, como una seda enervante y dulce, que hubiera dicho Françoise Sagan. Desde esta perspectiva –acaso la más importante para una mayoría de lectores-, Sobre la oscuridad, haciendo honor a la estética de Alberola, es un libro que apuesta por lo hermoso, esa palabra mágica que eleva cuanto nombra y la acerca al lector transfigurada, llena de oscilaciones sensoriales y del sentido más hondo y elaborado, para dar testimonio en esta ocasión de las grandes contradicciones del espíritu humano, que se debate entre la ignorancia y el conocimiento, el misterio y la claridad, la certeza y la duda, alumbrando con luz a veces negra la esfera de lo real, acaso tan equívoco como las coordenadas en que se desenvuelve, esos espacio y tiempo que la autora se afana en suprimir, mientras busca la esencia de las cosas y el temblor que las hace partícipes del latido de un cosmos que, a través del cedazo de la poesía, intenta transmitirnos.   
Dividido en dos partes, el texto nunca pierde su unidad: ni el sentido ni el tono ni la forma, integrados desde el primer momento en un todo coherente, que nos muestra el registro más denso de Alberola: poemas breves, versículos ligeros y una considerable cantidad de poemas en prosa, cuyos bien ordenados sintagmas se deslizan con suavidad, indagando sonoridades dúctiles y sencillas, fáciles al oído, que agilizan la comunicación, sin que en unos ni en otros falten aquellos rasgos de la firma: los juegos de lenguaje, las anáforas reveladoras y las imágenes sorprendentes. ¿Qué diferencia entonces a ambas partes? La división responde a simples circunstancias del proceso creador y ello explica que el título de ambas sea el mismo, a excepción, claro, del numeral correspondiente. Los poemas de la segunda parte fueron escritos en otro momento y la autora observó con acierto su pertenencia al mismo ciclo creador.        
Al presentar un libro como éste son muchas, necesariamente, las cosas que se nos quedan en el tintero, inmoladas al designio obligado de no ser prolijo, palabra que hoy en día se traduce directamente por aburrido. Voy, pues, a terminar, apoyado en la autoridad, ajena pero entrañable, de Juana Castro: Éste es un libro para dejarse empapar por su cadencia, por sus versos que llegan a la piel y la empapan como aceite, versos que tratan de esa lucha impalpable tan real como dura, por donde reptan unos mínimos rastros de recuerdos tatuados de silencios (…) Perseguir la palabra y estar, ser poseída por la palabra…                

© Domingo F. Faílde, 2011.-